A pesar de que a veces es frustrante la respuesta de la sociedad ante el proceso de inclusión que se busca con la educación que imparten, ellos prefieren concentrarse en la mirada de esperanza de sus alumnos
“Haga su magia”, dijo la oncóloga a la profesora Raquel Becerra, el día que ‘debutó’ en la escuelita del Instituto Oncológico del Oriente. Desde ese día se quedó ahí y ya lleva 19 años.
Ayudante de profesora en el colegio Alemán en esa época, su primer encuentro con niños con cáncer la dejó en shock. Tendidos en camas, con la cara tapada, dando la espalda a la gente y a la vida, Raquel no sabía cómo iniciar su primera clase.
Sacó los lápices de colores y un cuento que empezó a contar. Poco a poco, los pequeños se fueron acercando y pidiendo colores para pintar.
“Fue algo que me encantó, abrió mi vida. Me retiene ahí ver que ellos luchan y quieren aprender, a pesar de la enfermedad. Con sus sueros y quimios, desean aprender. Además, hay familias que se frustran porque no hay quién les dé una palabra de ánimo, y estoy ahí para ayudarles”, cuenta Raquel Becerra sobre sus razones para permanecer.
Ella es una de varios profesores que trabajan con niños, adolescentes y jóvenes especiales, una labor poco conocida, pero altamente meritoria, porque exige más que la concepción tradicional del rol del maestro.
En las casi dos décadas que lleva Raquel en el Oncológico, por su escuelita han pasado aproximadamente 250 niños, de tres años para arriba, de los cuales hubo profesionales, bachilleres, y también fallecidos.
Este tiempo le ha servido a Raquel para que también desarrolle mecanismos de supervivencia emocional ante el deceso de alguno de sus alumnos queridos.
Dice que para no dejarse afectar tuvo que cambiar su manera de pensar. “Me convenzo de que ese chico que falleció no se fue triste, mirando cuatro paredes, ni diciendo que nadie lo hizo reír. Se fue logrando aprender a leer, tuvo momentos de baile, risas”, afirma.
Pero Raquel también tiene la responsabilidad de animar a las mamás. “Sé que tienen una gran tristeza, les digo que salgan, lloren en una almohada, griten, que se descarguen y regresen sonriendo por sus hijos. Somos humanos, tenemos tristeza, pero hay que sacarla, y es llorando y cantando”, dice quien esta profesora que es cristiana, y que se ‘descarga’ escribiendo sobre el dolor en su corazón, llorando. y luego cantando.
El mayor desafío para Raquel son los pacientes más jóvenes, a quienes, a diferencia de los más pequeños, no puede barnizarles la dura realidad con historias de héroes o juegos.
“A veces quieren que sus mamás los dejen morir, pero les hablo muy claro, de que si se mentalizan, la enfermedad no les ganará. Sobre todo les enseño que cuando alguien vence algo, ya es triunfador, y que tengan en la cabeza sus sueños”, comparte.
“La quiero mucho”, le dijo una de sus dos alumnas especiales a la profesora Alejandra Choque Cruz, que por las mañanas es directora en el colegio Gabriel René Moreno, y que por las tardes hace trabajo administrativo, y también se da tiempo para impartir clases, ad honorem, a dos alumnas con capacidades distintas.
Las palabras de cariño llegaron justo cuando la profesora Alejandra, por múltiples obligaciones, pensaba levantar las manos con su labor gratuita dentro del Programa Educación socio-comunitaria en casa, para personas con discapacidad grave y/o muy grave, y que tiene una vigencia aproximada de cuatro años.
Este programa atiende a niños que presentan una discapacidad mayor al 80%, es decir que no pueden asistir a un centro de educación especial. “Muchas veces esta población es ignorada por la sociedad, incluso las familias esconden a estos chicos por no aceptar que un miembro de la casa es una persona con discapacidad”, explica.
Una de las dos alumnas de Alejandra tiene serias convulsiones. Para enseñarle, con sus propios recursos, debe movilizarse hasta Warnes, incluso sábado o domingo, cuando no puede los otros días. Es tan grande el entusiasmo de Alejandra, que inscribió a su estudiante a un concurso de talentos, y juntas sacaron una medalla en canto.
Su otra alumna tiene 24 años, una capacidad cognitiva de seis, y no mueve las manos. La profesora Alejandra también consiguió que su hermana hiciera fisioterapia a la estudiante, y de paso ella aprendió un poco para realizarla en el futuro.
Antes de esta experiencia, la maestra también fue parte del Programa Caip, o aula hospitalaria, que enseña a los niños que se encuentran internados en establecimientos de salud.
Y como si tuviera poco trabajo, tiene en mente un proyecto interesante. En septiembre quiere iniciar la enseñanza en calle, es decir pasar clases a los menores de las rotondas.
Ronald Estrada Rodríguez pasa clases en el Centro de Parálisis Cerebral desde 2012, como parte de un plantel de unos 20 profesores.
También trabajó en colegios regulares, pero dice que se queda con la educación especial. “Yo no elegí este lugar, me eligió y tuve que responder, mi manera de hacerlo es entregarle el corazón”, dice,
aunque reconoce que en sus inicios estaba inseguro y sentía bastante miedo porque no era su especialidad.
“Los primeros dos meses me sentía totalmente inútil, no sabía de dónde venía ni hacia dónde iba. Fue un tiempo bastante complicado”, recuerda, pero su persistencia dio frutos y ahora es experto en educación especial.
Es tan grande la responsabilidad en este trabajo, que a muchos de los profesores, de algún modo, también les toca hacer el papel de niñeros, e incluso hubo oportunidades en que tienen que limpiar a los alumnos, luego de hacer sus necesidades fisiológicas.
Son varias las preocupaciones del profesor Ronald, una de ellas es la alta tasa de deserción, relacionada a que la mayoría de los estudiantes provienen de familias de escasos recursos, que a veces no logran cubrir el transporte de la casa al Centro de Parálisis, y que los micros a menudo no los recogen.
Debido a esto, los parientes optan por dejar encerrados a estos alumnos especiales, en busca de ahorrar gastos.
También le preocupa la situación del centro, que antes recibía más ayuda. “Estamos en periodo de crisis”, alerta.
A pesar de que a veces es frustrante la respuesta de la sociedad al proceso de inclusión que se busca con la educación que imparte Estrada, prefiere concentrarse en la mirada de esperanza de sus alumnos.
Genaro Márquez enseña informática, y también produce materiales bibliográficos en braille, en audio y macrotipo, para personas no videntes. Genaro solo tiene 18% de visión en un ojo; su esposa y sus dos hijos también tienen poca visión.
Hace 22 años que trabaja en educación especial, 12 de ellos en Santa Cruz, en Aprecia. Ha sido capacitado en España, en Guatemala y se forma constantemente.
Para él, la ceguera es la segunda discapacidad más compleja de todas, después de la intelectual o mental, por eso la importancia de animar y formar. “Mucha gente incluso llega al suicidio porque no puede afrontar esto cuando vio con normalidad”.
Por eso, una de las experiencias que le marcó la vida fue enseñar a una generación de alumnos que perdieron la vista en la adultez, entre ellos ingenieros, policías, economistas, militares. “Tienen derecho a pasar el periodo de duelo, a aislarse del mundo, pero debe acabar, y luego viene la rehabilitación. Hay que recordar que la vida continúa”, dice, orgulloso de que muchos de sus alumnos fueron reincorporados laboralmente.
Yanine Sarmiento es maestra en educación regular, en el nivel inicial, pero además ha sido formada en el Programa Avisa, de la Fundación Nuevos Pasos, para detectar casos de abuso de todo tipo en menores en escolaridad.
La maestra ya puso a prueba lo aprendido, cuando fue capaz de descubrir que una de sus alumnas era víctima de abuso de su propio padre, y dio la voz de alarma al equipo de Avisa, que dio a conocer el caso al Seduca.
Debido a eso tuvo algunos malos entendidos con la directora de esa época, que le cuestionó no haberle avisado primero. Sin embargo Sarmiento dice que ya la había manifestado su preocupación y que gracias a este tipo de programas, los profesores se empapan de los procedimientos que deben seguirse y de los actores indicados.
En una de las capacitaciones recibidas, a la maestra le quedó clara una cosa. “Nos dijeron que si callamos somos cómplices, y que a menudo somos lo único que los chicos abusados tienen, ya que hasta en las familias callan”, afirmó.
Fuente/eldeber.com.bo
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